Comentario
La disputa por la hegemonía europea iba a convertirse en España en una especie de guerra civil destinada en su fondo a dirimir la forma constitucional de gobierno, es decir, qué naturaleza política debía tener la monarquía española: la vieja planta pactista de los Austrias o el modelo centralizado que en Francia había ido imponiendo Luis XIV. Desde el punto de vista geográfico, los antiguos reinos de la Corona de Aragón, aunque no faltaron felipistas en ellos (la catalana Cervera, la aragonesa Jaca, la valenciana Morella), apostaron por el archiduque, sobre todo tras el estallido bélico europeo que les hizo pensar que el poderío militar austriaco y las escuadras anglo-holandesas que patrullaban por el Mediterráneo eran una garantía de éxito. Por su parte, la mayoría de Castilla simpatizó con la causa felipista, aunque tampoco estuvieron ausentes los focos de austracismo.
Desde una perspectiva social, la casuística resulta muy compleja, como es propio de las contiendas civiles que tienen siempre un fuerte componente interclasista. La alta nobleza adoptó una postura expectante, aunque sus simpatías parecieron decantarse en Castilla por el pretendiente austracista y en la Corona de Aragón las adhesiones se dividieron entre los dos candidatos, con una progresiva incorporación al bando felipista a causa del miedo a las reivindicaciones sociales que iban incorporadas en los partidarios populares de la causa austracista. En referencia al clero, parece que las inclinaciones fueron hacia Felipe en el caso castellano y para Carlos en el de los reinos forales, sin faltar las vacilaciones y los cambios de bando, especialmente en la alta prelatura siempre más proclive a verlas venir.
Finalmente, el tercer estado apostó con decisión por uno de los dos bandos en litigio. En Castilla las clases medias y el pueblo llano fue decididamente felipista en espera de mejorar posiciones económicas con una monarquía fuerte que pusiera en vereda las pretensiones nobiliarias. En la Corona de Aragón, la burguesía valenciana y catalana tenía un buen recuerdo económico del último Austria, mientras que las clases productoras de artesanos y campesinos lo veían como un libertador frente a los abusos de la nobleza o la competencia comercial y laboral de los franceses, especialmente en el caso catalán. Por unas y otras razones, España acabó cuarteada.
Y la división se dirimió cruentamente en el campo de batalla. Aunque en Europa las hostilidades se habían desatado tres años antes, en la Península Ibérica la guerra no fue una realidad hasta 1704. Los generales de la Gran Alianza establecieron en suelo hispano una doble estrategia: utilizar Portugal como base de operaciones para conquistar Madrid y alentar a la rebelión a los partidarios austracistas de la Corona de Aragón mediante la presencia de una poderosa armada anglo-holandesa en el Mediterráneo. En 1705 se lograba el objetivo: Carlos era proclamado rey por los reinos aragoneses.
En términos generales, la contienda pareció favorable a los aliados hasta 1707, aunque ambos bandos cosecharon victorias y derrotas. Carlos dominaba Barcelona, a la que había convertido de hecho en su capital y en su cuartel general, mientras que los ingleses habían conquistado Gibraltar. Un año después, los aliados lograban conquistar Madrid, pero la falta de apoyo popular y la reacción felipista les obligó a abandonar la capital y dirigirse hacia Valencia, donde fueron vencidos en la decisiva batalla de Almansa, en la que nueve mil aliados resultaron capturados por el duque de Berwick. A partir de esta derrota la suerte de la guerra se fue inclinando a favor de las tropas franco-españolas del rey Borbón, iniciándose una rápida conquista de buena parte de la vieja corona aragonesa.
A pesar de la mejora de la situación borbónica en tierras hispanas, el precario panorama de las tropas de Luis XIV en el escenario europeo y las progresivas dificultades de la hacienda francesa, obligaron al monarca galo a reconsiderar su posición y realizar conversaciones con los aliados al tiempo que reducía notablemente el apoyo a su nieto, llegando incluso a considerar la posibilidad de aceptar a Carlos como rey de España y devolver Alsacia. Esta retirada parcial de los franceses fue aprovechada por los aliados para recuperar posiciones en la Península y volver a ocupar Aragón y Madrid en 1710. Pero fueron los últimos coletazos austracistas. Ante las duras imposiciones de los aliados (que incluso llegaron a proponerle que fuera el propio monarca franco quien derrotara a su nieto por las armas) y ante la progresiva toma de conciencia de que estaba negociando en una situación de debilidad, precisamente por la relajación de su presencia en la Península, Luis XIV decidió dar marcha atrás y aumentar nuevamente su presencia en la contienda peninsular.
Los nuevos refuerzos enviados por Francia al mando del duque de Vendôme y la puesta en acción de la guerrilla castellana, lograron impedir la fusión de las tropas aliadas del centro con las ubicadas en la Corona de Aragón, lo que de conseguirse podría haber variado el signo de la guerra. La nueva situación vino pronto a ser confirmada en las decisivas batallas de Brihuega y Villaviciosa, que pondrían de manifiesto la cada vez más inevitable victoria felipista. Únicamente Cataluña y Baleares resistían el envite borbónico.
En esta tesitura de victorias borbónicas en la Península y de triunfos aliados en buena parte de Europa, tres hechos contribuyeron al establecimiento de conversaciones de paz y a favorecer decisivamente los intereses felipistas. Primero, el último esfuerzo realizado por Francia había puesto de manifiesto el agotamiento de sus posibilidades económicas.
Segundo, el triunfo de un gobierno conservador en Inglaterra comportaba un mayor desinterés por continuar la contienda. Y tercero, la muerte del emperador José I, en 1711, convertía al archiduque Carlos en heredero del Imperio austriaco.
Este último acontecimiento obligaba a las potencias marítimas a variar su posición, puesto que en adelante el peligro de hegemonía más que de Francia podía venir de la propia Austria, especialmente si Carlos lograba ceñir también la corona española.
En Europa los cañones iban a dejar paso a los esfuerzos diplomáticos comenzados secretamente entre Gran Bretaña y Francia en 1711 y culminados finalmente con la firma de los complejos y transcendentes tratados de Utrecht (1713) y Rastadt (1714). La nueva situación tendría sus lógicas repercusiones en la guerra peninsular, donde Cataluña no pudo encajar el abandono de los apoyos aliados y pese a su heroica resistencia cayó en manos borbónicas el 11 de septiembre de 1714. Acabada la oposición catalana la Guerra de Sucesión había llegado de hecho a su final.